La Imprenta

EL GRAN INVENTO QUE LIBERÓ A “ESCLAVOS DE LA MANO”

Uno de los inventos más importantes para la humanidad, quizá el más importante, supuso una gran liberación para los monjes y monjas de los monasterios españoles. Que fue fruto de una apuesta de su creador, que murió en la pobreza, como tantos inventores y creadores.

Se llamaba Johannes Gensfleisch, que significa en alemán renano “carne de ganso”, lo que hizo que sustituyera su primer apellido por el segundo, Gutenberg, y fue el gran inventor de la imprenta.

Era un destacado herrero y dominaba el arte de la fundición del oro, y cierto día decide demostrar, con apuesta incluida, que era capaz de hacer copias de libros en muchísimo menos tiempo que el que necesitaban los más rápidos monjes y monjas copistas-amanuenses-de los monasterios y con más calidad.

Y se puso manos a la obra, para construir la máquina necesaria, con el dinero prestado de unos capitalistas, lo que supuso su perdición.

Sin haber finalizado en 1455 su primera e importante impresión, 150, otros dicen que 200, de ejemplares de la Biblia, los capitalistas la reclamaron los créditos vencidos sin podérselos devolver, lo que supuso el embargo de su máquina y de los ejemplares ya impresos de la Biblia, y con la venta a un alto precio, consiguieron los capitalistas que aumentaran por cinco, las cantidades que en su día le concedieron a Gutenberg. De esas primeras biblias, se conservan completas y en buen estado 48 en diferentes bibliotecas y museos de diferentes países.

¿Qué hubiera sido del mundo sin la invención de la imprenta?

Pues que estaríamos todavía, como en la Edad Media, en que los libros se hacían de uno en uno, a base de copiar, a mano, el original, los monjes y monjas de los monasterios, los llamados «Amanuenses -esclavos de la mano-»

Lo hacían en solitario, en sus celdas, los monjes y monjas de clausura, y en una sala especial, junto a la biblioteca, el scriptorium, en grupos.
Con una «péñola» o pluma, nunca mejor dicho, pues, eran plumas de aves, en la mano derecha, y un “rasorium”, raspador, para correcciones en la izquierda y un tintero, los amanuenses pasaban muchas horas al día copiando, logrando, si eras un buen copista, escribir dos o tres páginas en la jornada, lo que suponía que hasta completar la obra pasaran varios meses. Pero ahí no terminaba el trabajo, pues luego entraban en juego los iluminadores, encargados de rellenar los espacios en blanco con pequeños dibujos y adornos.

Si cuando en el colegio nos castigaban a copiar cien veces alguna frase, era muy pesado, imaginemos el trabajo de estos monjes y monjas.

Algunos dejaban su autorretrato en los textos que copiaban, como se aprecia en una de las fotografías, el de una monja llamada Guda, dentro de una letra mayúscula de un códice del siglo XII.

La importancia de los monasterios se valoraba en función de la cantidad y calidad de los libros que copiaban, que se convertían en apreciados tesoros, como se comprueba en el texto que figura al final de uno de los códices medievales:

“Si alguien se lleva este libro de la biblioteca, que lo pague con la muerte, que se fría en una sartén, que lo ataque la epilepsia y las fiebres, que lo descoyunten en la rueda y lo cuelguen”

Artículo escrito y documentado por: José Carlos Sainz de los Terreros Isasa

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